La primera impresión es que parece ser una persona muy seria y formal. La pregunta con la que inicio la conversación es en qué se diferencia su vida a la de una persona sana. Al mirarle a los ojos me doy cuenta de que tiene los parpados cansados y los ojos rojos. Me contesta “Hay muchas cosas que no puedo ver ni definir”. También me explica que depende a qué lugares tenga que ir, no puede hacerlo por sí mismo ya que no puede conducir. Va bebiendo su cortado de forma apresurada mientras se fuma un puro. “La vida me cambió por completo”. Me cuenta que era jefe de pastelería y que, a medida que iba perdiendo visión, tuvo que dejar el trabajo. Después de unos minutos hablando de nada en particular, le pregunto sobre su actual trabajo. Me afirma que trabajaba en la Once , y que eso le ayuda a llevar una vida social y a no encerrarse en casa, de hecho es el único trabajo que puede realizar.
Me da miedo preguntarle si es duro asumir su pérdida de agudeza y campo visual, pero me decido a hacerlo. De pronto, le noto una expresión tensa en el rostro. Me confiesa que su perdida es irreversible y que se ha dado con los años, que a causa de eso ha tenido tiempo para hacerse a la idea. También añade que a pesar de que no está ciego con el paso de los años lo estará. “Pensar que no podré ver a mis nietos, ni a mis hijas casarse es algo que cuesta de asimilar”, confiesa. Finalmente me intereso por su actual calidad de vida. Algo más relajado me cuenta que se siente feliz con la vida que lleva, pero que no sería lo mismo si no contará con el apoyo psicológico de su familia. En especial me señala a su mujer, ya que afirma que es ella quien la lleva a los lugares donde él solo no puede ir, es ella la que le enseña lo que con sus ojos no puede ver, y es ella la que lo acompaña a hacer cosas que solo no puede hacer. Después de un gran agradecimiento a su mujer y a su familia, nos despedimos con un apretón de manos.
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