lunes, 24 de noviembre de 2008

ALMUERZO CON... DON AVITO CARRASCAL

Ayer tuve el honor de almorzar con Don Avito Carrascal, padre de Apolodoro Carrascal. El encuentro con la Forma se produjo a las doce en Nihil Prius, uno de los mejores restaurantes con encanto de la ciudad de Madrid. Él fue quién escogió el lugar.

Pasados 13 años después de la dimisión a la vida de su hijo, Carrascal, que utilizó a su primogénito como conejillo de indias de la nueva pedagogía sociológica que él intentaba llevar a cabo, reconoce que vivió todos esos años engañado; separado de la vida real y sometido, como si hubiera estado encantado, “intentando clasificar lo inclasificable; divorciado de los sentimientos”. Su hijo vivió alejado de la sociedad en la que rige el compañerismo, la socialización, la diversión…y “por su culpa –dice- llevó a Apolodoro al más desgraciado fracaso.” Los ojos se le notaban brillantes, emocionados; y tenía la carne de gallina.
De primero, muy sugerente, optó por pedir langosta a la muselina de ajo.

Mi postura estaba a la defensiva. Le planteé la siguiente cuestión: “¿No se le sacaría más partido a una educación con amor, con implicación, una educación a la que el padre siga, acompañe y admire a su hijo?”. “Pensaba que el amor era antipedagógico, antisociológico, anticientífico, antitodo” –expresa- “la pedagogía, para mí, era la adaptación, la herencia...”

Al parecer, la salsa de ajo le sentó mal (quizás serían las violentas acusaciones que acompañaban el almuerzo) y tuvo que salir un momento al servicio. Volvió más despejado y con los ojos un poco llorosos.

Después de pedir el segundo plato, el científico supo reconocer el triunfo del amor sobre la pedagogía aunque –se lamentó- “no llegué a tiempo”.

Sin duda, queda claro que Don Avito Carrascal a sus sesenta años de edad es, pues, un padre arrepentido, un personaje redondo (como si de una novela se tratara); consciente de que la enseñanza, la pedagogía a la cual “obligaba” a su hijo a someterse, fue la causa de todos sus males y desgracias.

Terminamos de almorzar a las tres de la tarde, con sobremesa incluida. El tiempo pasó volando. Al despedirme, tenía la sensación de que no era el mismo hombre el que yo pensaba entrevistar y el que entrevisté. Fue sorprendente. No solo compartí mesa con un hombre al que le cuesta superar su pasado, sino que con mucho más: con un sujeto consciente de su equívoco y condenado al martirio día a día, de una voz interior que le recuerda lo ocurrido. Pero sobre todo, ayer tuve el honor de almorzar con el dueño de un gran corazón.


Marta Perxachs

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