Después de aproximadamente unos quince minutos y de dos copas de vino, nos acomodaron en una mesa poco espaciosa situada junto a la puerta. “¡Cáspita!, aquí parecemos monos de feria, toda persona que entra nos observa. ¡Me siento observado!”, exclamó. Tras la queja, llegó una joven y menuda camarera a entregarnos la carta. “Espero que esta muchacha braqui-morena no sea quien nos tome nota”, susurró con desprecio. Hice como si no lo hubiese escuchado. Diez minutos más tarde ya sabíamos lo que comeríamos. De primero una Omelette de espárragos, para él, y una ensalada variada, para mí. De segundo, lenguado a la plancha y almejas al cava, especialidad de la casa.
Cuando nos tomaron nota, don Avito sonrió y me dijo: “¡Buena elección! Usted también come alimentos con fósforo. Ya veo que le gusta alimentar su cerebro”.
Mientras esperábamos la llegada del segundo plato, Carrascal empezó a explicarme lo alegre que estaba por tener un hijo tan aplicado como Apolodoro y el disgusto que Marina del Valle, su mujer, le ocasionó al quedar en cinta de su hija Rosa, la cual no pretendía convertir en genia. Minutos después, mencionó que su hijo estaba aprendiendo muchas cosas relacionadas con la ciencia y la filosofía, gracias a su amigo y filósofo don Fulgencio Entrambosmares, que hacía de maestro del niño.
Entre postre y copa, Carrascal comentó que él era un padre ejemplar y que su proyecto se cumpliría pese a los obstáculos. “Si educas a tu hijo a través de la pedagogía y la sociología, sin ser un ser sentimental, puedes evitar caer en la desdicha del amor.”
Debo remarcar que don Avito no dejó de repetir, una y otra vez, durante todo el almuerzo: “En un genio lo convertiré. Sí, lo lograré”.
Sarai Ramos
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